Buscar en este blog

23 enero 2014

It (Eso)


El terror, que no terminaría por otros veintiocho años -si es que terminó alguna vez-, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un barco de papel que flotaba a lo largo del arroyo de una calle anegada de lluvia.
El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a enderezarse en medio de traicioneros remolinos y continuó su marcha por Witcham Street hacia el cruce de ésta y Jackson. El semáforo de la esquina estaba a oscuras y también todas las casas, en aquella tarde de otoño de 1957. Llovía sin cesar desde hacía una semana y dos días atrás habían llegado los vientos. Desde entonces, la mayor parte de Derry había quedado sin corriente eléctrica y aún seguía así.
Un chiquillo de impermeable amarillo y botas rojas seguía alegremente al barco de papel. La lluvia no había cesado, pero al fin estaba amainando. Caía sobre la capucha amarilla del impermeable y a oídos del niño sonaba como lluvia sobre el tejado de un cobertizo... un sonido reconfortante, casi acogedor.
[...]

No le gustaba siquiera abrir la puerta para encender la luz, porque temía (era algo tan estúpido que no se atrevía a contárselo a nadie) que, mientras tanteaba en busca del interruptor, una garra espantosa se posara sobre su muñeca... y lo arrebatara hacia esa oscuridad que olía a suciedad, humedad y hortalizas podridas. ¡Qué estupidez! No existían monstruos con garras peludas y llenos de furia asesina. De vez en cuando, alguien se volvía loco y mataba a mucha gente -a veces, Chet Huthley contaba cosas de ésas, en el informativo de la noche-, y también estaban los comunistas, por supuesto, pero ningún monstruo horripilante vivía en el sótano. No obstante, la idea persistía. En aquellos momentos interminables, mientras buscaba a tientas la llave de la luz con la mano derecha (el brazo izquierdo se cogía con fuerza a la jamba de la puerta), el olor a sótano parecía intensificarse hasta llenar el mundo entero. Los olores a suciedad, humedad y hortalizas podridas se mezclaban en un olor inconfundible e ineludible; el del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el olor de algo que él no sabía nombrar; el olor de Eso agazapado al acecho y listo para saltar. Una criatura capaz de comer cualquier cosa, pero especialmente hambrienta de carne de niño. [...]


Y allí estaba, persiguiendo su barco de papel por el lado izquierdo de Witcham Street. Corría deprisa, pero el agua le ganaba y el barquito estaba sacando ventaja. Oyó un rugido y vio cómo cincuenta metros más adelante, colina abajo, el agua de la cuneta se precipitaba en una boca de tormenta que aún continuaba abierta. Era un largo semicírculo abierto en el bordillo de la acera y mientras George miraba, una rama desgarrada, con la corteza oscura y reluciente se hundió en aquellas fauces. Pendió por un momento y luego se deslizó hacia el interior. Hacia allí se encaminaba su barco.
-¡Mierda! -chilló horrorizado.
Forzó el paso y, por un momento, pareció que iba a alcanzarlo. Pero George resbaló y cayó despatarrado con un grito de dolor. Desde su nueva perspectiva, a la altura del pavimento, vio que el barco giraba en redondo dos veces, atrapado en otro remolino, antes de desaparecer.
-¡Mierda y mierda! -volvió a chillar, golpeando el pavimento con el puño.
Eso también le dolió, y se echó a sollozar. ¡Qué manera tan estúpida de perder el barco!
Se dirigió hacia la boca de tormenta y allí se dejó caer de rodillas, para mirar el interior. El agua hacía un ruido hueco al caer en la oscuridad. Ese sonido le dio escalofríos. Hacía pensar en...
-¡Eh! -exclamó de pronto, y retrocedió.

Allí adentro había unos ojos amarillos. Ese tipo de ojos que él siempre imaginaba, sin verlos nunca, en la oscuridad del sótano. "Es un animal -pensó-; eso es todo: un animal; a lo mejor un gato que quedó atrapado..." De todos modos, estaba por echar a correr a causa del espanto que le produjeron aquellos ojos amarillos y brillantes. Sintió la áspera superficie del pavimento bajo los dedos y el agua fría que corría alrededor. Se vio a sí mismo levantándose y retrocediendo. Y fue entonces cuando una voz, una voz razonable y bastante simpática, le habló desde dentro de la boca de tormenta:
-Hola, George.
George parpadeó y volvió a mirar. Apenas daba crédito a lo que veía; era algo sacado de un cuento o de una película donde uno sabe que los animales hablan y bailan. Si hubiera tenido diez años más, no habría creído en lo que estaba viendo, pero no tenía dieciséis años sino seis.
En la boca de tormenta había un payaso. La luz era suficiente para que George Denbrough estuviese seguro de lo que veía. Era un payaso, como en el circo o en la tele. Parecía una mezcla de bozo y Clarabell, el que hablaba haciendo sonar su bocina en Howdy Doody, los sábados por la mañana. Búfalo Bob era el único que entendía a Clarabell, y eso siempre hacía reír a George. La cara del payaso metido en la boca de tormenta era blanca; tenía cómicos mechones de pelo rojo a cada lado de la calva y una gran sonrisa de payaso pintada alrededor de la boca.
Si George hubiese vivido años después, habría pensado en Ronald Mcdonal antes que en Bozo o en Clarabell.
El payaso sostenía en una mano un manojo de globos de colores, como tentadora fruta madura. En la otra, el barquito de papel de George.
-¿Quieres tu barquito, Georgie? -El payaso sonreía.
George también sonrió, sin poder evitarlo.
-Si, lo quiero.
El payaso se echó a reír.
-¡Así me gusta! ¿Y un globo? ¿Quieres un globo?
-Bueno... sí, por supuesto. -Alargó la mano pero de inmediato la retiró-. No debo coger nada que me ofrezca un desconocido. Lo dice mi papá.
-Y tu papá tiene mucha razón -replicó el payaso sonriendo. George se preguntó cómo podía haber creído que sus ojos eran amarillos, si eran de un azul brillante como los de su mamá y de Bill-. Muchísima razón, ya lo creo. Por lo tanto, voy a presentarme. George, soy el señor Bob Gray, también conocido como Pennywise el Payaso. Pennywise, te presento a George Denbrough. George, te presento a Pennywise. Ahora ya nos conocemos. Yo no soy un desconocido y tú tampoco.
¿Correcto?
George soltó una risita.
-Correcto. -Volvió a estirar la mano... y a retirarla-. ¿Cómo te has metido ahí adentro?
-La tormenta me trajo volaaaando -dijo Pennywise el Payaso-. Se llevó todo el circo. ¿No sientes olor a circo, George?
George se inclinó hacia adelante. ¡De pronto olía a cacahuetes! ¡Cacahuetes tostados! ¡Y vinagre blanco, del que se pone en las patatas fritas! Y olía a algodón de azúcar, a buñuelos, y también a estiércol de animales salvajes. Olía el aroma regocijante del aserrín. Y sin embargo...
Sin embargo, bajo todo eso olía a inundación, a hojas deshechas y a oscuras sombras en bocas de tormenta. Era un olor húmedo y pútrido. El olor del sótano. Pero los otros olores eran más fuertes.
-Sí, lo huelo -dijo.
-¿Quieres tu barquito, George? Te lo pregunto otra vez porque no pareces desearlo mucho.
Y se lo enseñó, sonriendo. Llevaba un traje de seda abolsado con grandes botones color naranja. Una corbata brillante, de color azul eléctrico, le caía por la pechera. En las manos llevaba grandes guantes blancos, como Mickey y Donald.
-Sí, claro -dijo George, mirando el interior de la boca de tormenta.
-¿Y un globo? Los tengo rojos, verdes, amarillos, azules...
-¿Flotan?
-¿Que si flotan? -La sonrisa del payaso se acentuó-. Oh, sí, claro que sí. ¡Flotan! También tengo algodón de azúcar...
George estiró la mano.
El payaso le sujetó el brazo.
Y entonces George vio cómo la cara del payaso se convertía en algo tan horripilante que lo peor que había imaginado sobre la cosa del sótano parecía un dulce sueño. Lo que vio destruyó su cordura de un zarpazo.
-Flotan -croó la cosa de la alcantarilla con una voz que reía como entre coágulos.
Sujetaba el brazo de George con su puño grueso y agusanado. Tiró de él hacia aquella horrible oscuridad por donde el agua corría y rugía y aullaba llevando hacia el mar los desechos de la tormenta. George intentó apartarse de esa negrura definitiva y empezó a gritar como un loco hacia el gris cielo otoñal de aquel día de otoño de 1957. Sus gritos eran agudos y penetrantes y a lo largo de toda la calle, la gente se asomó a las ventanas y salió a los porches.
--Flotan -gruñó la cosa-, flotan, Georgie. Y cuando estés aquí abajo, conmigo, tú también flotarás.
El hombro de George chocó contra el bordillo. Dave Gardener, que ese día no había ido a trabajar al Shoeboat debido a la inundación, vio sólo a un niño de impermeable amarillo, un niño que gritaba y se retorcía en el arroyo mientras el agua lodosa le corría sobre la cara haciendo que sus alaridos sonaran burbujeantes.
-Aquí abajo todo flota -susurró aquella voz nauseabunda, riendo, y de pronto sonó un desgarro y hubo un destello de agonía y George Denbrough dejó de existir.

Dave Gardener fue el primero en llegar. Aunque llegó sólo cuarenta y cinco segundos después del primer grito, George Denbrough ya había muerto. Gardener lo agarró por el impermeable, tiró de él hacia la calle... y al girar el cuerpo de George, también él empezó a gritar. El lado izquierdo del impermeable del niño estaba de un rojo intenso. La sangre fluía hacia la alcantarilla desde el agujero donde había estado el brazo izquierdo. Un trozo de hueso, horriblemente brillante, asomaba por la tela rota. Los ojos del niño miraban fijamente el cielo y mientras Dave retrocedía a tropezones hacia los otros que ya corrían por la calle, empezaron a llenarse de lluvia.

En alguna parte del interior de la boca de tormenta, que ya estaba casi colmada por el agua el barquito de George siguió su veloz marcha por aquellas cámaras tenebrosas y por los largos corredores de cemento en los que el agua rugía y repicaba. Durante un rato corrió paralelo a un pollo muerto que flotaba con sus amarillentas patas apuntadas hacia el techo chorreante; luego, en alguna confluencia al este de la ciudad, el pollo fue arrastrado hacia la izquierda mientras el barquito de George seguía en línea recta. 
Una hora después, el barquito salió por un tubo de cemento como una bala por la boca de un revólver y navegó a toda velocidad por una zanja hasta un arroyuelo. Cuando se incorporó al hirviente y henchido río Penobscot, veinte minutos después, en el cielo empezaban a asomar los primeros claros de azul. La tormenta había pasado.
El barquito se tambaleaba y se sumergía y a veces se llenaba de agua, pero no se hundió; los dos hermanos lo habían impermeabilizado bien. No sé dónde acabó por naufragar, si alguna vez lo hizo. Tal vez llegó al mar y allí navega eternamente como los barcos mágicos de los cuentos. Sólo sé que aún estaba a flote en el seno de la inundación cuando franqueó los límites de Derry, Maine. Y allí abandonó esta historia para siempre.

<<It (Eso), Stephen King>>

No hay comentarios:

Publicar un comentario